lunes, 25 de marzo de 2013

Tardes de paz

Si hay algo que la vida nos arrebata y ya nunca nos lo devuelve es el tiempo, en forma de tardes de paz, que las llamara Luz Casal. Entrada la primavera y en tardes vacacionales, lo que más echo de menos en mi vida es a mis amigos y a mí haciendo nada por ahí, estrenando la primavera, puede que no con buen tiempo pero sí con más horas de luz, un par de ellas más he podido comprobar hoy, que he pasado una tarde de esas, pero con la única compañía de mis gatos, que aunque son insustituibles, no es lo mismo.


Tardes eternas sentados en un banco en los Sáuces, subiendo a la Mota de litronas, o porque sí, porque al no saber muy bien en qué emplear el tiempo, la cuestión es moverse de aquí para allá, pero cogidos de la mano, siempre de la mano, en sentido metafórico, a veces. Y no sé por qué, siempre que me siento nostálgica por aquel tiempo, recuerdo a uno de mis amigos, que es la viva imagen de lo que quiero transmitir.


A esas edades (y más adelante también) uno sufre mucho, generalmente suele ser por desamores. Y, pobre, a él siempre le tocaba ser el hombro en el que llorar. En aquellos tiempos, aún se conservaba la costumbre en los hombres de llevar pañuelo de tela, rápidamente se perdió por la incursión en el mercado de los pañuelos de papel, pero como era costumbre de los padres, los pequeños adolescentes, lo llevaban también. De este amigo mío, he conservado hasta no hace mucho tiempo un par de pañuelos, uno blanco y otro con rayas azules. Llegaron a mi casa, tras él muy caballerosamente, dárselos a mi hermana para enjugar sus lágrimas, en dos ocasiones de las que quedó una prueba material, de las que no quedó se perdieron en el olvido; y como las chicas hacíamos nuestros primeros pinitos con el maquillaje, los pañuelos quedaron manchados de rimmel, por lo que fueron a parar a la lavadora de mi casa y nunca fueron devueltos. Resultaron ser excepcionales para la limpieza de los cristales de mis gafas, y tengo que decirle, aquí y ahora, que los dos han ido a parar a la basura llenos de agujeros por el desgaste del buen servicio que durante casi treinta años han ofrecido.

Extraño destino el de estos pañuelos que decidieron pasar su vida tan cerca de unos ojos, procurando siempre mantener la mirada limpia de mi hermana y mía.

Gracias Llado.

3 comentarios:

  1. Ojalá siempre hubiera un caballero como ese, con un pañuelo por toda arma contra el dolor. Algo me dice que lo sigue llevando, el pañuelo, y que sigue haciendo su función. Algo me dice que no quedará doncella sin su pañuelo. Estoy convencido.

    ResponderEliminar
  2. Amiga Pili, leyendo "Tardes de paz" se me ha ido metiendo "mariposillas" en el estomago y he acabado con los ojos llorosos. Nadie como tu para recordar tantos y tantos momentos vividos desde hace tantos años. Nadie como tú para tener una agradable charla de cuando en cuando (por cierto que ya toca). Gracias por dedicarme un relato. Gracias también a ti y a Antonio Vázquez Cañadas por vuestras palabras de más arriba, aquí en facebook, no las merezco. Un beso.

    ResponderEliminar
  3. Amigo Llado, cada vez que escribo algo así es por esas mariposillas y esos ojos llorosos que de pronto llegan y escriben estas cosas, que otra cosa no, pero sentimiento todo. Y como ya te he dicho, los merecimientos son siempre para quién uno cree que los merece, y por algo será. Entre mis recuerdos (como canta Luz Casal, otra vez) de aquellos años siempre estás tú, qué le vamos a hacer si siempre eramos los mismos y algún rastro debe de quedar, ¿no? sino... mala cosa sería :) Un besito

    ResponderEliminar