viernes, 15 de noviembre de 2013

El viajero

Cuando regresé a casa y crucé el umbral de la puerta comprendí, de nuevo, que nada había cambiado. Aquella silla destartalada, cubierta de papeles sobre ella abandonados, ocupaba el mismo espacio que ocupaba cuando partí, las figuritas que poblaban el mueble de la estancia principal, permanecían inamovibles, la  lámpara, cubierta de telas de araña y polvo, única muestra de que el tiempo había pasado por allí, arrojaba la misma luz mortecina y agónica, aquel cuadro colgado sobre el sofá, de marco dorado y mostrando una escena de caza. Desde niño odiaba la escena de crueldad que mostraba, disfrazada de una inocente función decorativa. Decorar las mentes de sus espectadores con situaciones cotidianas que van conformando la normalidad. Todo parecía igual, todo era igual. Hace tiempo que decidí dedicar mi vida a viajar, a conocer un mundo que se muestra infinito. Puedo poner rumbo al mismo país varias veces, procurando permanecer en lugares distintos de su geografía y comprobar así, una y otra vez, que todo es diferente, que el mundo está lleno de circunstancias que forman un collage maravilloso en el que ningún color, ningún olor, ninguna huella, ningún amor son iguales. Excepto yo. Vivo con la idea ilusoria de que cuando parto de mi hogar, de mis amigos, de mi familia, dejo de ser yo, que cuando llego a esos otros lugares, extraños, rayando a veces la excentricidad, según mi propia escala de valores, me convierto en un ser como ellos, nuevo, fascinante, inquieto, interesante, al fin y al cabo.

Antes la magia radicaba en el propio viaje, en el que si la distancia a recorrer era muy grande, podías estar meses andando un camino que te iba permitiendo empaparte de todo cuanto había alrededor e ir asimilando y digiriendo todo lo nuevo de una forma suave, sutil, sosegada. Ahora todo es distinto. La inmediatez del viaje, un mero instante, permite sentir una hermosa extrañeza, inmerso, de un momento a otro, en una situación totalmente inédita, ajeno a todo, a rutinas, a caras, a sonidos, a olores, todo insólito, todo singular y desconocido. Aunque debo partir pronto. No debo permitir que el tiempo se instaure en esta nueva situación y me descubra. Me quite la máscara y me deje al descubierto viendo que soy yo, la misma persona de siempre. Quizás con unas arrugas y canas de más, pero con las mismas manías, los mismos pensamientos y las mismas inquietudes. Siempre el mismo y rodeado de las mismas circunstancias. No consigo acomodarme a esa comodidad. Envidio a las personas que son capaces de vivir tranquilamente su día a día sin reproches, sin aburrimiento. Son quienes son y no necesitan estimular su vida con la inyección de situaciones novedosas y excitantes.

Regreso una y otra vez a mi casa, y en cada regreso descubro que siempre todo es igual, como si el tiempo no hubiera pasado, como si nunca me hubiera ido. Que todo está en el lugar en el que yo decidí que estuviera y que sigo siendo el mismo. La misma y única persona que me he permitido ser o que puedo ser, porque quizás es que no pueda ser otra persona.

Me dirijo al mueble, cojo un portarretratos y observo la imagen detenidamente. Soy yo en uno de mis tantos viajes. En ella puedo observar como mi pelo era despeinado por la brisa marina y mis ojos  se hayan sumergidos en el inmenso mar que lo rodeaba todo en aquel barco. Puedo ver el miedo en ellos. Conozco muy bien ese miedo, el único que me hace moverme incansablemente pero del que no puedo escapar, el miedo al regreso, el regreso a mí mismo. 






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