lunes, 15 de diciembre de 2014

Siete pecados capitales

LA IRA

- ¡Maldita sea mi estampa!, gritó Fernando, al mismo tiempo que se sorprendía a sí mismo por la utilización de aquella expresión que nunca antes había usado.

Mediaba enero y la mañana era fría, muy fría. Aquellos días se había dejado venir una ola de frío del norte de Europa, y este calaba los huesos sin piedad. Aún era temprano y no terminaba de asomarse el Sol para calentar aunque fuese tenuemente, los tejados y la arboleda que crecía a orillas del arroyo que pasaba junto a su casa. A pesar del entumecimiento de los músculos de la cara, que apenas le permitía hablar, Fernando  se había dejado, por un momento, embargar por el sonido del chapoteo precipitado del agua, que caía por el canalón de la casa junto a él, y el goteo incesante provocado por el deshielo de la placa blanca en que se convertía la pequeña cascada que se formaba por un leve desnivel del terreno. Le encantaba vivir en esa zona, medio de campo medio de ciudad, y justo en ese momento, por un instante sintió que estaba disfrutando del invierno, aunque solo fuese por el sonido fresco y limpio del agua caer. No se podía creer que estuviese teniendo ese sentimiento, puesto que el invierno para él, era solo un amargo trámite que había que pasar hasta la próxima primavera; un tiempo de espera, triste y oscuro, nada más. Como tampoco se podía creer que ese recogimiento que estaba sintiendo se hubiese transformado en el más absoluto horror en menos de unas décimas de segundo.

El estómago se le había colocado en la garganta, y el espanto no le dejaba pensar. Daba pequeños pasos de izquierda a derecha sin llegar a determinar el rumbo que tomaría.

- ¡Maldita sea!, repitió esta vez, con las lágrimas que querían brotar a borbotones desde la garganta mientras un ligero mareo casi le hace caer.

- ¡No me lo puedo creer!, ¿quién ha sido?, pero qué, quién... comenzó a farfullar sin parar.

La espesa vegetación que crecía a orillas del arroyo que en verano apenas dejaba ver el haz de agua que bajaba, ahora, con los fríos se había despejado, y entre las ramas raquíticas, las hojas secas, el barro y las piedras, se dejaba ver, en primer lugar, una mano y, si mirabas más allá, la mitad de un pequeño cuerpo sin vida. Era un niño, de no más de seis años el que yacía semienterrado, muerto.

Fernando finalmente consiguió sacar su mano derecha del guante para marcar el 112 en el teléfono móvil, que de un instante a otro se había convertido en el panel de mandos de un avión. No atinaba ni a desbloquearlo. Rompió a llorar, y cuando desde el otro lado le preguntaron que cual era su emergencia lo único que atinó a repetir fue: ¡un niño muerto, un niño muerto!

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